domingo, 30 de enero de 2011

POÉTICA DE BOLSILLO
PALAMEDES Y COLLCEROLA
Palamedes Sousa abrió el armario y escogió el terno verde. El chaleco aceituno, la chaqueta pistacho y el pantalón esmeralda aunque no estaba muy bien planchado. La corbata, azul; no había que abusar con el color de la esperanza. Y la gabardina. Se iba al campo siendo tan tarde como las once y cuarto de la mañana.

Ya está Palamedes en pleno campo con los zapatos embarrados, oliendo las matas rociadas por la reciente lluvia e intentando divisar algún ave en aquel inmenso espacio que se desplegaba sobre la ciudad en la que vivía. Consideraba que en el futuro, los prismáticos seguramente tendrían la capacidad de enfocar lo deseado, porque hoy por hoy no veía ni un estornino.

Silencio, lo que se dice silencio, no había mucho pues además del susurro que el viento provocaba en sus orejas y en las copas de los árboles, se escuchaban sirenas en la ciudad que se derramaba a sus pies. Y también un rumor que Palamedes asociaba a las inquietudes de los vecinos de la ciudad.

Embutiéndose en su propio silencio, se aisló del exterior y sosteniendo la lupa que le había robado a su abuelo, pasó horas mirando fascinado la actividad de un hormiguero.

Tuvo hambre y se alimentó de los frutos de los madroños que le acompañaban, sin moverse.

De pronto sintió frío y los verdes vegetales se transformaban negros seres silenciosos. La lluvia volvía a estar presente. ¡Qué delicia, qué tarde!, pensó Palamedes.

Era hora de volver a casa y cambiarse de traje se dijo Palamedes Sousa guardándose el reloj en el bolsillo del chaleco. Comenzó a entusiasmarse con el calor de su hogar, su pijama y lo que escribiría.

Las hormigas ya se habían resguardado.