martes, 29 de noviembre de 2011

COMER ANTES DE LOS DIECISEIS AÑOS

Tengo hambre y nada me apetece,
ni siquiera tengo sed de agua
ni de vino lo cual es más raro.

Imagino alimentos que me
estimulen las glándulas salivares
y no acierto con ninguno.

A todo lo que imagino que me gustaría
le falta el escenario de los primeros
tiempos:

La asquerosa merluza en salsa verde
del comedor del cuartel de mi padre
y sus gritos por no comérmela.

El bacalao con garbanzos
que comíamos casi cada tres días
en la cocina de Santa Cecília.

Las empanadas de anguilas
en el comedor de mi abuela en el Inferniño,
me espantaban pues las había visto vivas.

El caldo gallego con las orejas
de un cerdo que había tenido nombre
en casa de mi madrina en Fajardo, me hacía sentir culpable.

Los callos llenando con su olor
toda la casa, se presentaban a la mesa de Coruña.
Los había olido toda la tarde y no podía más.

Los babosos mejillones cogidos por mi padrino
en el puente de la ría de Neda
me hacían vomitar.

Los pollos que en un caldero con agua caliente
mi tío desplumaba en Doniños
me quitaban el apetito para la cena de Navidad.

Y tantos otros alimentos
que no me gustaban pero
más tarde probé, solo y con dieciséis años...
la inolvidable ensaladilla rusa
del bar de la calle de la catedral
de Valladolid, el sabor de la libertad.